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Mesa de servicio (Armonía en rojo). 1908

Cuando pensamos en la obra de Henri Matisse inevitablemente pensamos en toda la pintura y sus elementos configuradores: color, composición, armonía y movimiento sobre una superficie. No es su intención transmitir sentimientos personales o su visión del mundo, ni tan siquiera un tema o argumento literario, bajo la estela teórica de su maestro Gustave Moreau y la propuesta cromática de Paul Gauguin Matisse desarrolló una pintura en la que el lenguaje era la propia pintura para acabar su búsqueda en la absoluta simplicidad y elegancia de sus aguadas de los años 40 y la concepción de la capilla de Vence.

 Desnudo azul. 1952

<<Gustave Moreau me decía: “No debería usted simplificar la pintura hasta este punto, reducirla a esto. La pintura dejaría entonces de existir.” Y al cabo de un rato volvía: “No me haga caso; lo que usted hace es mucho más importante que todo lo que yo le pueda decir. Sólo soy un profesor y no entiendo nada.”>>[1]

Henri Matisse fue un pintor absolutamente consciente de lo que hacía en cada momento en que pintaba. Pero en nada le interesa representar la naturaleza desde el paradigma de la pintura que encuentra su raíz en el Renacimiento. Como él mismo dirá en numerosas ocasiones lo que busca es la expresión de su propio interior en contacto con las cosas: “Todo lo que soy es todo lo que he visto”. Lo que busca es expresar la sensación que le produce el contacto con la realidad:

<< Al poco tiempo descubrí, como una revelación, el amor hacia los materiales por sí mismos. Estaba salvado. Sentía cómo empezaba a desarrollarse en mí la pasión por el color. […] Poco a poco llegué a descubrir el secreto de mi arte. Me di cuenta de que consistía en una meditación a partir de la naturaleza, en la expresión de un sueño constantemente inspirado por la realidad.>>

 Lujo, calma y voluptuosidad. 1906

Con respecto a los conceptos de epifanía o de ausencia de autor como esgrimía Mallarmé podríamos decir que en las pinturas de Henri Matisse los elementos se relacionan entre sí, el cuadro exige determinadas intervenciones y le pide al pintor que actúe de un modo determinado. Hay fuerzas en el interior de un cuadro que actúan por sí mismas, algo que aprendió viendo la pintura de Cézanne:

<<La obra de Cézanne contiene una serie de leyes de composición muy útiles para un pintor  joven. Uno de sus grandes méritos consistió en lograr, cumpliendo así su más alta misión como pintor, que los distintos tonos actuaran como fuerzas sobre el conjunto del cuadro.>>[2]

El pintor es el que se da cuenta de ello y actúa en consecuencia. Diríamos que el cuadro se construye a sí mismo a través del pincel del pintor, que es el que está capacitado para comprender lo que el cuadro le dice, para interpretarlo y para llevarlo a cabo:

<<Debo pintar un interior: tengo ante mí un armario y me produce una sensación de rojo vivísimo; pinto un rojo que me satisface. Entre este rojo y el blanco de la tela se establece una relación. Si luego pongo al lado un verde o bien pinto el suelo de amarillo, seguirán existiendo entre el verde o el amarillo y el blanco de la tela relaciones que me satisfagan. Pero estos tonos diferentes pierden fuerza en contacto con los otros, se apagan mutuamente. Es necesario, pues, que las diversas tonalidades que emplee estén equilibradas de tal manera que no puedan anularse recíprocamente. Para ello debo poner orden en mis ideas: la relación entre los diferentes tonos ha de establecerse de manera que sea capaz de exaltarlos en vez de anularlos. Una nueva combinación de colores sucederá entonces a la primera y ofrecerá la totalidad de mi representación. Me he sentido obligado a trasponer los colores y por eso parece que mi cuadro ha cambiado totalmente cuando, como consecuencia de sucesivas modificaciones, el rojo ha remplazado al verde en tanto que tonalidad dominante, por ejemplo. No consigo copiar servilmente la naturaleza sino que me siento forzado a interpretarla y a someterla al espíritu del cuadro. Una vez que he dado con todas las relaciones tonales, el resultado es un acorde vivo de colores, una armonía análoga a la de una composición musical.>>[3]

 Retrato de mujer (Retrato de la franja verde). 1905

Esta capacidad que el pintor tiene para comprender qué es lo que el cuadro le ordena y exige está basada para Matisse, como bien comprendió Apollinaire, en la intuición:

<<Ordenar el caos, he aquí la creación. Y si el objetivo del artista es crear, es necesario un orden en el cual la medida será la intuición.>>[4]

Por eso la pintura de Matisse es una lección de composición, de obtención de armonía, equilibrio, tensión y movimiento. Descubrió la elegancia de las formas en los entornos más cotidianos y comprendió el poder de la línea y el color para sintetizar motivos, objetos y espacios. Todo aparece dosificado con eficiencia, ni exagera el ornamento ni enloquece el color; por encima de todo, armonía en la composición de colores y figuras sobre una superficie bidimensional. En el caos que puede ser la vida de una persona que vive la época de las vanguardias y sufre dos guerras mundiales, en el caos que pueden ser los materiales y las manchas de color sobre el cuadro, Matisse logra siempre la luz, la armonía y el orden bajo la humildad de quien respeta las leyes que el cuadro se imprime a sí mismo. El ejemplo perfecto es su obra El estudio rojo (1911), aquí los elementos se disponen y colocan entre ellos configurando la perspectiva, la ventana está en un lugar secundario y no muestra nada más allá porque la pintura ya no tiene por qué ser la representación de nada ajeno a ella misma, el cuadro se construye a partir de los colores y los cuerpos en reposo dominados por un reloj sin tiempo y el centro del estudio del artista está ocupado por un intenso y extenso rojo, el artista no está porque ha aceptado las leyes de un arte que se gobierna a sí mismo.

El estudio rojo. 1911

Es muy significativa la anécdota que reza que en la exposición donde estaba colgado el Retrato de la franja verde, cuando una mujer le dijo a Matisse que las señoras no tienen la nariz amarilla él respondió:

–       –   Señora, esto no es una mujer, esto es un cuadro.-

 

Marcos Yáñez

[1] Matisse, Henri: Escritos y opiniones sobre el arte. Ed. de Dominique Fourcade. Debate. Madrid. 1993. Págs.. 71-72.

[2] Ibid. Pág. 73.

[3] Ibid. Pág. 46. Henri Matisse: Notas de un pintor. En La Grande Revue. 25 de diciembre de 1908.

[4] Ibid. Pág. 52. Matisse interrogado por Apollinaire.

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