Septiembre de 1939. Ante el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el miedo a la blitzkrieg Joan Miró y su esposa deciden marcharse de París hacia el pequeño pueblo de Varengeville en la costa normanda. Allí, mientras Europa estalla en mil pedazos, Miró escucha a Mozart y a Bach y se queda extasiado ante las infinitas y rutilantes estrellas del cielo nocturno sobre el mar.
Recopila lo que tiene: papeles y más papeles que ya había trabajado en el entresuelo de la Galería Pierre, el único espacio disponible tras su huida de España en julio del 36. Los sumerge en agua y los recicla, los rasca y les da tintes de aguada. Empieza con pequeñas manchas negras a modo de estrellas que, como las constelaciones, se van uniendo mediante finas líneas. Menos es más, epitafio para el surrealismo. Un solo trazo marca el grafismo y la geometría y sirve de nexo entre las formas. Añade colores: amarillo, azul, rojo y verde para crear un universo simple y a la vez complejo donde están el arriba y el abajo, el microcosmos y el macrocosmos, el pájaro, el gato, la mujer, las estrellas… la poesía que encuentra en el cielo nocturno en medio de una Europa en llamas.
Mayo de 1940. El avance alemán le obliga a huir también de Normandía. Tras una penosa travesía acarreando todos sus papeles se instala en Mallorca. España ya no es la que era, Europa tampoco. Suenan Mozart y Bach. Y suena la música de las esferas en el cielo. Resultado: 23 aguadas en las que ha trabajado al mismo tiempo porque hablan entre ellas y se exigen otra mancha de color, otra línea, otro pájaro… el universo que Miró ha traído al papel en su pequeña Capilla Sixtina se ha convertido en un universo propio con sus propias reglas, un mundo poblado de animales que recitan poemas y le recuerdan al ser humano que, en medio de la guerra, su pecho está lleno de estrellas.
Marcos Yáñez